miércoles, 9 de julio de 2025

PROVINCIANO ROQUERO EN CAPITAL

...Breve Novela Roquera...

Capítulo 1

El Desembarco (o cuando el campo le pateó el rancho a la ciudad)

Nunca voy a olvidar ese día que dejé mi pueblo viñatero, agrícola, las vías del tren. ¡Puf! Dejé atrás esas calles de tierra que te ensuciaban los pies y que te enriquecían el alma, los mates que sabían a charla que te pedían aquello que no podías dar, y a esos compinches de la infancia con los que soñábamos y reíamos: una viola, una minita, una banda de rock que rompiera todo. Buenos Aires, ¡uff!, esa era otra historia. El monstruo de concreto que veía en la tele, ese mismo que te cagaba a palos sin avisar. Era mi gran salto al vacío, loco, con o sin paracaídas.

Con años jóvenes y la guitarra tan gastada que parecía salida de Woodstock. En la mochila, tres mudas de ropa y una convicción que me quemaba el pecho: "Este es mi momento". La ciudad, cuando llegué, no me abrazó; me zarandeó como si fuera una maraca. El ruido te taladraba los tímpanos, el humo te asfixiaba, y la gente... ¡ni te miraban a los ojos! La avenida Corrientes era un puto desfile de almas apuradas, corriendo vaya a saber a dónde.

Pero yo tenía fuego, ¿entendés? Y el fuego, mi viejo, no se apaga así nomás.

Caminaba con los ojos abiertos como si fuera un bicho raro. Cada cartel, cada esquina, me tiraban la bronca. Parecía que Buenos Aires me quería probar, y yo, boludo, estaba más que listo para dar ese examen. ¡Que venga la tormenta!

Capítulo 2

Calles que Susurran (y yo que las escuchaba con la panza vacía)

Los primeros días fueron un quilombo de emociones. Descubría barrios como quien abre un disco nuevo. San Telmo, con sus adoquines que te hacían doler los pies y sus antigüedades que parecían sacadas de un museo de rock and roll. Palermo, con esos grafitis que gritaban arte y sus bohemios que van contra las convenciones sociales y rechazan la cultura dominante. Esos que experimentan crecimiento inteligente y soñaban con ser estrellas sin transpirar. La ciudad era un mapa vivo, man, y yo estaba re
perdido en él.

Me sentía chico, sí. Pero también parte de algo inmenso. Algo que me desafiaba a cada paso, como un solo de guitarra imposible de tocar.

Dormía en pensiones mugrientas, a veces en bancos de plaza, con el frío calándome los huesos. Comía lo que podía, lo que encontraba, lo que me alcanzaba. Pero cada noche, antes de cerrar los ojos, sacaba la guitarra. Y tocaba.

No para otros, no para que me aplaudieran. Para mí. Para recordarme quién carajo era en medio de ese caos.

Capítulo 3

Guitarra y Soledad (pero el rock siempre te salva)

Una noche de esas, me encontré punteando un blues en la vereda de un bar en Almagro. El dueño, un tipo con pinta de haber visto mil batallas, me escuchó y me dejó subir a un escenario sencillo. Unos pocos locos  me aplaudieron como si fuera Charly García en su mejor momento.

Y ahí, man, supe que no estaba solo. Que la ciudad, de a poquito, me iba haciendo un lugarcito. Un hueco para este roquero que venía del campo.

Empecé a tocar en distintos bares. Chiquitos, oscuros, pero llenos de una vida que vibraba al ritmo de los acordes. Mis rasgueos eran mi idioma, los versos, mi refugio. Y aunque muchas veces me sentía angustiado, el frío de la distancia me calaba los huesos y la heladera estaba más vacía que mi billetera, la música me abrigaba el alma. ¡No hay con qué darle!

Capítulo 4

Don Raúl (el sabio que te cambia el rumbo)

Lo conocí en un café de Congreso, de esos que huelen a historia y a café rancio. Pelo blanco, una mirada que te perforaba el alma. Me escuchó tocar una noche y se sentó a batir la posta conmigo. Me habló de política, de dictaduras que nos dejaron cicatrices, de poesía que te eriza la piel.

"Vos tenés algo para contar, pibe. Pero no sólo con la guitarra. También con la palabra. ¡Sacale jugo a esa cabeza!"

Don Raúl había sido periodista, de esos de la vieja escuela. Laburó en el Congreso durante décadas. Me contó lo que pasaba detrás de los discursos vacíos, tras esos micrófonos que solo repetían mierda. Me enseñó a mirar más allá de lo obvio.

Y así, loco, empecé a escribir.

Capítulo 5

El Roquero Redactor (o la doble vida que te vuela la cabeza)

Mientras tocaba en algunos escenarios de los bares, también escribía crónicas. Sobre la ciudad que me había adoptado, sobre los personajes zarpados que conocía, sobre todo lo que me hacía vibrar el corazón. Mandaba mis textos a revistas culturales, de esas que nadie lee, pero que te dan un aire. Algunas me publicaban, otras ni me respondían.

Pero seguía, ¿me entendés? Como con la música, no hay que aflojar. El periodismo se volvió mi segunda guitarra, mi otra arma para pelear.

Empecé a sentir que tenía una doble vida latiendo dentro de mí. Por las noches, los escenarios y el rock a todo volumen. Por las mañanas, las notas, las entrevistas, el olor a tinta y café. ¡Una locura!


Capítulo 6

El Congreso (el templo de los secretos y las corbatas)




La primera vez que entré al Congreso fue como pisar un templo, pero de los que te dan escalofríos. Mármol por todos lados, vitrales que contaban historias, y la historia misma flotando en el aire. Las piernas me temblaban como si estuviera a punto de subir al escenario de un festival masivo.

Cubrir debates que eran puro show, entrevistar políticos que parecían robots, caminar por pasillos donde se decidía el futuro de millones. Todo era nuevo, sí. Y desafiante hasta las pelotas.

Pero también era un privilegio, ¿viste? Porque podía contar lo que otros callaban, podía ser la voz de los que no tenían micrófono. ¡Como un solo de guitarra que se convierte en un grito de protesta!

Capítulo 7

Acordes y Crónicas (la banda sonora de una vida al límite)



Los pocos conciertos que tenía eran prácticamente solitarios. Poco público. Algunas parejas. Curiosos que se acercaban a la puerta. Sólo cuando compartía escenario con algún grupo que llevaba a sus seguidores, y me invitaban a que tocase unas canciones mías me encontraba con un público más grande, Sin embargo, me sentía oído con atención, y cuando terminaba de tocar y cantar la canción se oía un silencio reflexivo y respetuoso. Curiosamente, dentro de mí sentía como un sacudón que me llevaba después a escribir alguna estrofa y salir a buscar una historia para una nota periodística. También esas notas, cada vez eran más picantes. Vivía con el corazón a mil, como si estuviera siempre en un pogo. A veces, dormía tres horas, pero ¿a quién le importa? ¡La adrenalina era mi nafta!

El rock y el periodismo se entrelazaban, loco. Un solo de guitarra era como una denuncia bien escrita, que te hacía pensar y te sacudía la cabeza. Una crónica poderosa tenía el ritmo de un riff demoledor, de esos que te hacen mover la cabeza sin parar.

A veces sentía que Buenos Aires me había adoptado de verdad. Y otras, que seguía siendo ese provinciano con una mochila llena de sueños, buscando su lugar en este quilombo hermoso.

Capítulo 8

El Legado del Provinciano (o el roquero que encontró su acorde)

Hoy, cuarenta años después, sigo caminando por Corrientes. A veces con la guitarra en ano, como aquel joven entusiasta. A veces con un cuaderno lleno de ideas, de crónicas que esperan su momento para explotar.

He cubierto leyes históricas que cambiaron el país. He tocado frente a unos pocos que coreaban mis canciones. He fracasado mil veces, sí, me he pegado cada palo... Y me he levantado otras mil, con la frente en alto.

No soy famoso, no tengo estadios llenos con mi nombre en la marquesina. Pero soy feliz, y eso, man, vale más que todo el oro del mundo.

Porque lo que vine a buscar a Buenos Aires no era el éxito, la fama barata. Era sentido. Era libertad.

Y en cada nota, en cada palabra que escribo, en cada paso que doy por esta ciudad inmensa y contradictoria, siento que lo encontré. ¡El rocanrol sigue sonando!.

...

El sentido en la vida no sólo tiene que ver con lo que pensamos, sentimos o nos motiva, sino también en gran medida con lo que hacemos. No es tarea fácil asumir responsabilidad de nuestra propia existencia. Esto supone enfrentarse a las consecuencias, no siempre agradables, de ser lo que uno quiere ser.