PROVINCIANO ROQUERO EN CAPITAL
(Breve Novela Roquera)
Capítulo 1
El Desembarco (o cuando el
campo le pateó el rancho a la ciudad)
Nunca
voy a olvidar ese día que dejé mi pueblo viñatero, agrícola, las vías del tren. ¡Puf! Dejé
atrás esas calles de tierra que te ensuciaban los pies y que te enriquecían el alma, los mates que
sabían a charla que te pedían aquello que no podías dar, y a esos compinches de la infancia con los
que soñábamos y reíamos: una viola, una minita, una banda de rock que rompiera
todo. Buenos Aires, ¡uff!, esa era otra historia. El monstruo de concreto
que veía en la tele, ese mismo que te cagaba a palos sin avisar. Era mi gran
salto al vacío, loco, con o sin paracaídas.
Con años jóvenes y la guitarra tan gastada que parecía salida de Woodstock. En la
mochila, tres mudas de ropa y una convicción que me quemaba el pecho: "Este
es mi momento". La ciudad, cuando llegué, no me abrazó; me zarandeó
como si fuera una maraca. El ruido te taladraba los tímpanos, el humo te
asfixiaba, y la gente... ¡ni te miraban a los ojos! La avenida Corrientes era
un puto desfile de almas apuradas, corriendo vaya a saber a dónde.
Pero
yo tenía fuego, ¿entendés? Y el fuego, mi viejo, no se apaga así nomás.
Caminaba
con los ojos abiertos como si fuera un bicho raro. Cada cartel, cada esquina,
me tiraban la bronca. Parecía que Buenos Aires me quería probar, y yo, boludo,
estaba más que listo para dar ese examen. ¡Que venga la tormenta!
Capítulo 2
Calles que Susurran (y yo
que las escuchaba con la panza vacía)
Los
primeros días fueron un quilombo de emociones. Descubría barrios como quien
abre un disco nuevo. San Telmo, con sus adoquines que te hacían doler
los pies y sus antigüedades que parecían sacadas de un museo de rock and roll. Palermo,
con esos grafitis que gritaban arte y sus bohemios que van contra las convenciones sociales y rechazan la cultura dominante. Esos que experimentan crecimiento inteligente y soñaban con ser
estrellas sin transpirar. La ciudad era un mapa vivo, man, y yo estaba re
perdido en él.
Me
sentía chico, sí. Pero también parte de algo inmenso. Algo que me desafiaba a
cada paso, como un solo de guitarra imposible de tocar.
Dormía
en pensiones mugrientas, a veces en bancos de plaza, con el frío calándome los
huesos. Comía lo que podía, lo que encontraba, lo que me alcanzaba. Pero cada
noche, antes de cerrar los ojos, sacaba la guitarra. Y tocaba.
No
para otros, no para que me aplaudieran. Para mí. Para recordarme quién carajo
era en medio de ese caos.
Capítulo 3
Guitarra y Soledad (pero el
rock siempre te salva)
Una
noche de esas, me encontré punteando un blues en la vereda de un bar en
Almagro. El dueño, un tipo con pinta de haber visto mil batallas, me escuchó y
me dejó subir a un escenario sencillo. Unos pocos locos me aplaudieron como si
fuera Charly García en su mejor momento.
Y
ahí, man, supe que no estaba solo. Que la ciudad, de a poquito, me iba haciendo
un lugarcito. Un hueco para este roquero que venía del campo.
Empecé
a tocar en distintos bares. Chiquitos, oscuros, pero llenos de una vida que
vibraba al ritmo de los acordes. Mis rasgueos eran mi idioma, los versos, mi
refugio. Y aunque muchas veces me sentía angustiado, el frío de la distancia me calaba los huesos y la heladera estaba más vacía
que mi billetera, la música me abrigaba el alma. ¡No hay con qué darle!
Capítulo 4
Don Raúl (el sabio que te
cambia el rumbo)
Lo
conocí en un café de Congreso, de esos que huelen a historia y a café rancio.
Pelo blanco, una mirada que te perforaba el alma. Me escuchó tocar una noche y
se sentó a batir la posta conmigo. Me habló de política, de dictaduras que nos
dejaron cicatrices, de poesía que te eriza la piel.
"Vos
tenés algo para contar, pibe. Pero no sólo con la guitarra. También con la
palabra. ¡Sacale jugo a esa cabeza!"
Don
Raúl había sido periodista, de esos de la vieja escuela. Laburó en el Congreso
durante décadas. Me contó lo que pasaba detrás de los discursos vacíos, tras
esos micrófonos que solo repetían mierda. Me enseñó a mirar más allá de lo
obvio.
Y
así, loco, empecé a escribir.
Capítulo 5
El Roquero Redactor (o la
doble vida que te vuela la cabeza)
Mientras
tocaba en algunos escenarios de los bares, también escribía crónicas. Sobre la
ciudad que me había adoptado, sobre los personajes zarpados que conocía, sobre
todo lo que me hacía vibrar el corazón. Mandaba mis textos a revistas
culturales, de esas que nadie lee, pero que te dan un aire. Algunas me
publicaban, otras ni me respondían.
Pero
seguía, ¿me entendés? Como con la música, no hay que aflojar. El periodismo se
volvió mi segunda guitarra, mi otra arma para pelear.
Empecé
a sentir que tenía una doble vida latiendo dentro de mí. Por las noches, los
escenarios y el rock a todo volumen. Por las mañanas, las notas, las
entrevistas, el olor a tinta y café. ¡Una locura!
Capítulo 6
El Congreso (el templo de
los secretos y las corbatas)
La
primera vez que entré al Congreso fue como pisar un templo, pero de los que te
dan escalofríos. Mármol por todos lados, vitrales que contaban historias, y la
historia misma flotando en el aire. Las piernas me temblaban como si estuviera
a punto de subir al escenario de un festival masivo.
Cubrir
debates que eran puro show, entrevistar políticos que parecían robots, caminar
por pasillos donde se decidía el futuro de millones. Todo era nuevo, sí. Y
desafiante hasta las pelotas.
Pero
también era un privilegio, ¿viste? Porque podía contar lo que otros callaban,
podía ser la voz de los que no tenían micrófono. ¡Como un solo de guitarra que
se convierte en un grito de protesta!
Capítulo 7
Acordes y Crónicas (la banda
sonora de una vida al límite)
Los pocos conciertos que tenía eran prácticamente solitarios. Poco público. Algunas parejas. Curiosos que se acercaban a la puerta. Sólo cuando compartía escenario con algún grupo que llevaba a sus seguidores, y me invitaban a que tocase unas canciones mías me encontraba con un público más grande, Sin embargo, me sentía oído con atención, y cuando terminaba de tocar y cantar la canción se oía un silencio reflexivo y respetuoso. Curiosamente, dentro de mí sentía como un sacudón que me llevaba después a escribir alguna estrofa y salir a buscar una historia para una nota periodística. También esas notas, cada vez eran más
picantes. Vivía con el corazón a mil, como si estuviera siempre en un pogo. A
veces, dormía tres horas, pero ¿a quién le importa? ¡La adrenalina era mi
nafta!
El
rock y el periodismo se entrelazaban, loco. Un solo de guitarra era como una
denuncia bien escrita, que te hacía pensar y te sacudía la cabeza. Una crónica
poderosa tenía el ritmo de un riff demoledor, de esos que te hacen mover la
cabeza sin parar.
A
veces sentía que Buenos Aires me había adoptado de verdad. Y otras, que seguía
siendo ese provinciano con una mochila llena de sueños, buscando su lugar en
este quilombo hermoso.
Capítulo 8
El Legado del Provinciano (o
el roquero que encontró su acorde)
Hoy,
cuarenta años después, sigo caminando por Corrientes. A veces con la guitarra en ano, como aquel joven entusiasta. A veces con un cuaderno
lleno de ideas, de crónicas que esperan su momento para explotar.
He
cubierto leyes históricas que cambiaron el país. He tocado frente a unos pocos que coreaban mis canciones. He fracasado mil veces, sí, me he pegado cada
palo... Y me he levantado otras mil, con la frente en alto.
No
soy famoso, no tengo estadios llenos con mi nombre en la marquesina. Pero soy
feliz, y eso, man, vale más que todo el oro del mundo.
Porque
lo que vine a buscar a Buenos Aires no era el éxito, la fama barata. Era sentido.
Era libertad.
Y
en cada nota, en cada palabra que escribo, en cada paso que doy por esta ciudad
inmensa y contradictoria, siento que lo encontré. ¡El rocanrol sigue sonando!.
...
El sentido en la vida no sólo tiene que ver con lo que pensamos, sentimos o nos motiva, sino también en gran medida con lo que hacemos. No es tarea fácil asumir responsabilidad de nuestra propia existencia. Esto supone enfrentarse a las consecuencias, no siempre agradables, de ser lo que uno quiere ser.